2/3/17

Los sueños de una Casona. Estancia “San Justo” de Erdmann Del Carril, en General Alvear.

Por Lis Solé.
“Una casa con dos galerías altas, una adelante mirando a dos palmeras:           una atrás mirando a otras dos palmeras. Hace muchos años, cuando             todos los árboles eran aún chiquitos, cuando en la familia había damas           con faldas largas y amplias, de peinados con rodetes y rulos, señores de agresivos bigotes, la casa empezó a despertar: las sirvientas corrían de           acá para allá, y todas las puertas se abrían y cerraban a la vez, los             señores volvían del campo, las damas se disponía a tomar el té, llegaban           los niños, hablaban de la ciudad lejana… De buenas a primeras se fueron todos. De tarde en tarde, se abrían tres o cuatro ventanas, se tendía una       cama, se servía una mesa; el zaguán veía pasar la recia y solitaria silueta           del Amo Viejo… después nada…”
Así empieza “La vida radiante” un libro de María José Del Carril de             Erdman. Así fue la historia de la casona de la Estancia San Justo de           General Alvear, historias de llegadas y de abandonos. Su primer dueño             fue Salvador María Del Carril (1783-1883), heredada por uno de sus hijos         Pedro Ángel Del Carril (1832-1902), y luego por su hija Emma que se casa         con Federico Erdmann, el Amo Viejo de la historia de María José…
Por algún lugar leí que la Casona fue construida en 1869, y aunque no se     puede precisar,  viendo mapas y período de vida de su fundador puede             ser cierta la fecha que coincide con  la creación del Partido de General       Alvear.
La historia de la casona, y debe ser por sus tantos años se repite:         constantes idas y venidas que sentaban sombras en las sillas y               rondaban el piano que se oyó tocar hasta que las llamas devoraron                   San Justo allá por 1962… Por años estuvo abandonada y la casa               siempre esperando… Llegó el ferrocarril y un día, se abrieron otra vez               sus puertas y ventanas, se repusieron los vidrios, las tablas a los pisos gastados y volvió a vivir… Y después se volvió a cerrar… Pero llegaron         otras familias… Así fue la vida de la Casona, idas y vueltas interminables…       Al decir de María José Del Carril: “la casona rió y lloró varias veces, se ha vuelto a empolvar y pintar” pero al verla tal como está ahora, abandonada           y gastada con los ocres del tiempo, fácilmente se aprecia que no ha dejado       de soñar.
La casa principal de San Justo sorprende por su porte ciudadano, su         señorial prestancia… Rodeada de monte, parques y construcciones llena           de sorpresa y curiosidad. Parece como casi todas las estancias, salida de         un lugar lejano. Inicialmente, blanca, con puertas y ventanas verdes,     después del incendio de 1962, el rosa que el tiempo y el sol han           decolorado, es su color de identidad.
Su gran porte europeo, enorme, con las características galerías del             campo rematan en balustradas blancas y escalinatas de mármol.                 Lujosa y confortable, la casa es igual de frente y atrás, a lo largo y a lo             ancho. En el centro, una galería interna que comunica a las dos galerías exteriores para llegar al inmenso comedor, con una estufa y amplias         ventanas por donde la vista se escapa a jugar en las arboledas. A la par,         otro living, más íntimo y acogedor donde el Gran Amo escribía sus libros.         De la galería interior, dos puertas se dirigen a los  a las más de10         habitaciones gigantes donde la descendencia Del Carril, los angelitos         rosados y celestes, dejaron huellas de pies descalzos. Pisos de baldosas coloradas que nos llevan a otros tiempos, otras realidades… Es que San       Justo tiene la magia que hace sentir que el tiempo no es tal, que no             somos simples mortales, que siempre hay algo más allá de lo cotidiano.
Por fuera el parque, hermoso, soleado, con grandes boulevares donde               se pierde la vista y el alma quiere correr… Ahí cerquita, la lavandería:               una casita exactamente igual a la casa principal en miniatura, todo un           detalle de delicadeza y excentricidad que engalana el parque, cuidado           durante mucho tiempo por Segundo Ávila, vecino de General Alvear.
Por caminitos se va a una serie de edificaciones que no por ser           secundarias tienen menor importancia y belleza, construcciones propias           de las estancias dónde se pueden imaginar a los peones cuidando los         caballos criollos orgullo de la estancia,  a aquellos arreglando los           carruajes, haciendo leña, arriando los animales, con la efervescencia           propia de los campos…
Enfrente, una casa más chica, con parque privado donde supo vivir         Guillermo Adolfo Erdamnn y su familia con un gran tanque australiano                 al lado, construido por el abuelo Adolfo para sus hijos. Su esposa, María       José Del Carril, se instala en la estancia en 1937, ya con dos de sus siete       hijos nacidos. Allí nacen los demás y la vida familiar transcurre         apaciblemente en el campo con viajes de polvos y sueños al pueblo de     General Alvear, con visitas de sus suegros paternos, Federico Erdmann y Emma Del Carril, y sus padres Raquel y Víctor Celestino Del Carril.
Siguiendo los caminitos que se alejan de la Casona, se accede a los           garajes por un lado y por el otro a la herrería, la veterinaria, la matera                   y la cocina del personal. En el medio, un gran ombú que se ve         impresionante aún desde las fotos satelitales. Enfrente, otra vez se           escucha el bullicio de la gente en la casa de los peones recorriendo sus galerías sombreadas, y parece escuchar todavía la campana que anuncia           la hora de la comida. La cercanía de los peones determina la antigüedad             de la casa: en épocas de fundación se debía estar cerca para que en caso         de ataques con los indios, se organizara rápidamente la defensa.
Saliendo por una reja soñada, se va hacia el galpón de esquila, con doble       piso que ostenta el nombre “Establecimiento San Justo” con la marca de         la estancia y que alberga dos silos de material. Aún se puede sentir, casi         sin esfuerzo, el olor a la oveja, los gritos de los esquiladores en la manga           o en la bañadera, el tropel de ovejas asustadas.
Cerquita, un puesto donde vivió durante mucho tiempo la familia Gómez. Volviendo por el caminito, se pasa nuevamente por una simpática rotonda       que lleva de la herrería, hasta el monte frutal, y ahí nomás, el hangar. Memoriosos recuerdan el avioncito gris de Don Adolfo sobrevolando el pueblo… Con él viajaba a los campos de La Pampa, a Buenos Aires, iba             a visitar a su madre Emma a La Porteña, en Lobos. Las pistas de aterrizaje         se llenaban de vacas, y los peones corrían a sacarlas cuando se             escuchaba el avión, aunque más de una vez el choque contra una vaca caprichosa abolló un ala, o desgarró una tela.
La Casa ha visto muchas historias, muchas vidas, muchos ángeles,             muchos amores y también dolores… Conoció de pasiones de los             hombres, olvidos y abandonos, pero sigue en pie, aguantando el curso               de la vida… El viento canta para nadie en las galerías; la lluvia llora, la primavera sigue corriendo al invierno… La Casa Grande está en el parque       con sus enormes cuartos vacíos, bostezando al sol… Me siento en las escaleras y siento en mi cara, sus lágrimas de dolor.
Nota: texto basado en el libro “La vida radiante” de María José Del Carril           de Erdmann y los testimonios de Guillermo Adolfo, Víctor Federico           “Torico” y Julieta Erdmann.

No hay comentarios:

Publicar un comentario