Todos saben en los pueblos de curanderos y otras yerbas.
Quién no conoce las cataplasmas con las que curan el empacho hechas con “jabón sin pecar” derretido en una sartén caliente, con “unto sin sal” y claras de huevo batidas a nieve todo acomodado en un trapito?.
El unto sin sal se saca del chancho, es una grasa que se arrolla como si fuera un matambre de grasa sola, se deja un poco secar y después se guarda en la heladera. Cuando llega “un empachado” se desparrama sobre una hoja de acelga o lechuga y todo envuelto en un trapito, se coloca encima del lugar que se siente mal.
La explicación: producir una fuente de calor en el estómago para “que se despidan todas las cosas que quedaron adentro por mocos o por comida”.
Lo cierto que con o sin explicación, los curanderos existen desde casi siempre. Hay narraciones de cautivos de los mapuches que llegaron a ser “ayudantes” de estos curanderos, personas que muchas veces jugaban con la superstición e ignorancia de los demás integrantes de la comunidad, cuidando muy bien que su “conocimiento” no pasara a cualquiera para poder mantener el reconocimiento y el poder, ligando muchas veces a “la revelación de los dioses”.
Si bien los pueblos originarios tenía sus propios machis o curanderos con conocimiento de las propiedades de yuyos y hierbas, el origen de los curanderos y curas que se conocen por estos lugares, provienen de los conquistadores españoles y más tarde de los inmigrantes entre los que se destacan los italianos, sirios y libaneses, aunque todavía se recuerdan algunas curanderas alemanas que traían consigo el conocimiento sobre las cualidades curativas de algunas plantas con las que se hacia las cataplasmas mencionadas, los ungüentos y brebajes.
La escasez de médicos, parteras y hospitales favoreció la actividad de los curanderos o médicos de campo que en su generalidad, basaban sus intervenciones en el reconocimiento, diagnóstico y tratamiento de algunas enfermedades como el mal de ojo, el empacho, la culebrilla, pata de cabra, brujería o mal hecho, desgarros, asientos estomacales y tantos otros males.
Cierto es que en la provincia de Buenos Aires siempre se conocieron otros curanderos, algunos con poderes casi míticos que con o sin alevosía de estafa, con o sin conocimientos de medicina reemplazaron por años a los médicos y fueron incluso más aceptados que estos por ese mismo endiosamiento transmitido por generaciones .
Los diferentes relatos sobre la legitimidad del curandero, proviene muchas veces como consecuencia de una situación crítica como sucedió por ejemplo con la Madre María, oriunda de Bolívar y que anduvo seguramente por Alvear antes de instalarse definitivamente en Saladillo, en la casa de sus padres que fue propiedad del marques José Rufino de Olaso .
Además del uso de los yuyos, la fuente de aprovisionamiento de medicamentos además de los provistos por el ejército en el caso de los fortines, era adquirido en pulperías y boticas, por vendedores ambulantes que a su vez traían los medicamentos de Buenos Aires.
Los medicamentos que llegaban a la campaña y que se vendían en boliches y boticas, eran en general para enfermedades pulmonares compatibles con la tuberculosis y de uso habitual los laxantes y purgantes recomendados en la época con la idea de expulsar la causa de los males. También había muchos medicamentos indicados para las enfermedades nerviosas (neurastenia) y las enfermedades secundarias pulmonares como la palidez o la delgadez.
Gustavo Monforte, investigador olavarriense, relata un recuerdo del teniente coronel Roberto Pechman sobre una curandera del fortín de Puán llamada “la viejita Pilar” que era la mujer del cabo Martínez, para ellos “buena médica” que con sus tizanas, ungüentos y trapos salvó la vida del General Teodoro García cuando estuvo enfermo en Puán en la expedición del año 1879, y que asistía siempre a jefes y oficiales.
Hay que tener en cuenta que durante el Siglo XIX las comunicaciones eran muy difíciles y la población sufría diferentes epidemias de cólera y de fiebre amarilla que eran atendidas por curanderos muchas veces contratados por las mismas Comisiones Municipales, que no reconocían ni valoraban a los médicos que llegaban a los pueblos y que a pesar del avance de la educación, aumentaban en número y cantidad.
El primer director del diario “El Argentino” de Saladillo, don Víctor Simón, el 16 de septiembre de 1900 , declaraba que día a día se iba incrementado la plebe de “doctores facultados por sí mismos” para atentar contra las vidas del pueblo humilde, personas “que con manos sucias mandaban a mucha gente al cementerio por unos pesos” y pedía desde las páginas del Diario, que los verdaderos doctores señalaran a aquellas personas que practicaban ilegalmente la medicina .
Eso sucedió precisamente en General Alvear en 1881. Don Lorenzo Piñero, en ese entonces Presidente de la Municipalidad, le envía una carta al médico del Pueblo, Dr. Joaquín Robles, para que exponga su parecer sobre el curanderismo. En ese entonces había en Alvear dos curanderos: Sebastián M, Banchs y don Vicente Delfino.
El Dr. Robles expone en su carta que según la Ley del Ejercicio de la Medicina, Farmacia y demás Ramos del Arte de Curar sancionada por la Honorable Legislatura de la Provincia en 1877, ninguna autoridad permitirá el ejercicio de la medicina sin título competente.
El Dr. Robles expone que “algunos dicen que no se debe prohibir a los curanderos” en aquellos pueblos donde no hay médicos y que éstos bien pueden ser reemplazados por los llamados “inteligentes o curanderos”, lo que es un error porque la ley manda su persecución, así como su prohibición terminante y absoluta.
El Dr. no sólo intenta convencer al Señor Presidente sino también a todos los miembros de la Comisión Municipal, institución parecida al actual Concejo Deliberante. En su escrito, el médico expone que el pueblo cuenta con dos farmacéuticos que si bien son ajenos a la medicina, no lo son a la farmacopea y por lo tanto tienen conocimiento de los efectos y propiedades de los medicamentos que venden, “cosa que no sucede con esos curanderos que actúan en forma irresponsable”.
Don Lorenzo Piñero se convence y en uso de sus facultades como mayor autoridad del Pueblo de General Alvear, envía a la policía a notificar a estos dos curanderos que en lo sucesivo les es absolutamente prohibido dedicarse al tratamiento de enfermos, notificación que ambos firman ante él.
No se sabe si los Sres. Banchs y Delfino dejaron de ejercer el curanderismo aunque lo más probable, es que se hayan ido del Pueblo.
Sin embargo, los curanderos existen y existirán, algunos con la voluntad expresa de timar a la gente, otros, con la voluntad del acompañamiento y el conocimiento de herboristería transmitido por generaciones. Un buen curandero sabía de las propiedades diuréticas de la yerba meona; que la barba de choclo es buena para la circulación; que la manzanilla es “para la panza”, por sus propiedades digestivas, antialérgicas y sedantes; que el cedrón es buenísimo para el insomnio y la ansiedad; que las infusiones de burrito mejora los vómitos, acidez o dolores de estómago y que la espina colorada es muy buen antiinflamatorio aplicado en compresas.
Por otro lado están los consejos sin fundamento y que sólo consiguen empeorar las enfermedades o provocan inclusive la muerte de las personas, consejos tales como arrojar granos de sal al techo para que se vayan las verrugas o inventar brebajes que sólo producen envenenamiento o dilatación en la atención médica.
Los médicos han luchado a brazo partido en los pueblos para desterrar creencias y supersticiones, han llegado a enfrentamientos personales y a realizar denuncias judiciales tal como lo hizo el Dr. Agesilao Milano durante los años que estuvo en el Pueblo, allá por el 1900 y hasta que consigue crear el Hospital Municipal… Pero ésa será otra historia, otra gran historia para contar de médicos y curanderos de General Alvear.
Foto: Pequeño mortero de vidrio para macerar hierbas perteneciente a la farmacia de don Jorge Vignolles de General Alvear. Gentileza Jorge S. Yaconis.