30/4/17

Rancho de barro

Por Lis Solé
El rancho de barro… “huraño de la puerta ajuera, pero un santo de puertas adentro”... Así lo define don Wenceslao Varela en sus poemas. Fresco en verano, caliente en inverno, el rancho de barrio, precario, simple pero           difícil de comparar por su calidez. Todo era rancho de barro antes, lugar           de cobijo en medio de una pampa inhóspita. Muchos poetas camperos             han sabido describir bellísimamente los sentimientos que provoca su recuerdo… Vivienda característica de nuestra pampa, el rancho está       construido con los únicos materiales que hay en el campo: barro, paja y       bosta. En la historia quedan los escritos del coronel Agustín Noguera         cuando describía las casas del Fortín Esperanza con “paredes de paja embarrada con mano de revoques en su parte exterior… en la           comandancia, con revoques interiores y exteriores de tres cuarto de               vara           de ancho, perfectamente techadas y habiéndose empleado                 en los techos         paja de embarrar y espadaña”.
Los mismos ranchos fueron el origen del Pueblo Esperanza en 1856 y             poco a poco fue creciendo con la llegada de los hornos que sin embargo,           no logró descalificar al rancho de adobe.
Muy pocos quedan en pie; los más conocidos fueron el rancho de Trezza,           el rancho de Quina en Rodríguez y Alsina, el rancho de Moreno donde           tenía el stud Evaristo Ledesma, el rancho de don Rosa Sierra, el de               Teresa Mangudo atrás de la cancha de Colorado, el rancho de Reyna…         Sobre San Martín al 1500 está el rancho de Woldrich, con los alambres         afuera que ha encontrado el viento… Ranchos que fueron vivienda familiar         y los más grandes, centro de reuniones con asados, vino y guitarra.           Rancho amigo, rancho de amores, rancho de dolores…
En el campo, fueron la vivienda de puesteros y colonos. Siempre se         buscaba instalarlo en un alto con la puerta, ventana y alero si lo tenía, apuntando al este, hacia la salida del sol y la parte trasera al sur, con         paredes reforzadas y ciegas, dándole el anca al viento sur y a las lluvias     fuertes que vienen del “lao de ajuera”.
Para armar el rancho se plantaban los palos esquineros marcando las         cuatro esquinas y en el centro de éstos, los palos más altos llamados     horcones donde se apoyaba la cumbrera del techo a dos aguas.
Una vez armado el esqueleto se levantaban las paredes. Como en General Alvear abundan los pajonales, las paredes y el techo eran quinchadas.           Hay varios tipos de paja, pero las mejores según los memoriosos eran las         de los bajos, una variedad que llamaban “esparto”, una paja verde             brillante y algo enroscada.
Cerca del esqueleto del futuro hogar, se hacía un pozo chico donde se         pisaba el barro (a pata de caballo o de hombre) mezclado con bosta seca.       Esto es el adobe que se amasa con la paja haciendo un chorizo que se va enlazando en los alambres que circundan el esqueleto. Como cuenta la           Sra. de Giles, había que “colocar de a dos plantas de paja cuidando que,           en la unión no coincidieran dos entronques juntos para que el chorizo         quedara parejo”. Se amasa bien con el barro y cada chorizo se va           aplicando a horcadas sobre el alambre, una y otra vez, y así, chorizo tras chorizo se va cerrando el rancho, dejando espacios para la puerta y la       ventana que generalmente era chiquita. En esta operación participaba             toda la familia. Isolina Restagno de Pérez recuerda que ella y sus           hermanas, siendo chiquitas hicieron junto a su mamá una habitación             nueva para la cocina. Y para quinchar, nuevamente la solidaridad campera, nunca faltaba un vecino convidado para echar una mano.
A medida que se va oreando el chorizo, más manos grandes o pequeñas     hacen falta para dar una revocada con barro más chirlón mezclado con           paja y bosta. Para “emprolijar”, un buen revoque final de barro más           liviano, también a mano, bien chirlo y sin paja. Todo dependía del       constructor, pero las paredes quedaban impecables y al secarse tan           duras, que casi son eternas.
Los ranchos no tenían a veces más que una sola habitación separada               por cortinas grandes hechas con bolsas de harina o arpillera, sin             embargo, el rancho “no tiene nada que enviarle a naides, porque es puro     como el niño Nazareno”. El baño, afuera, al fondo. El chorizo se reemplazó poco a poco por el ladrillo asentado en barro. Cuando se creó la Colonia         San Salvador del Valle, 1959, los requisitos de la colonización eran       exactamente la construcción de casas de material donde incluyeran el           baño dentro y la casa cerrada, sin pasar por galerías.
Los techos de paja del caserío del Pueblo Esperanza fueron             reemplazados por la chapa, el fogón por la cocina económica, centro de tertulias, juegos de niños y amores. Ese lugar fue casa y refugio, hecho           con esfuerzo, trabajo y mucho amor, como se crían los hijos. Un lugar           lleno de esperanzas, de risas y también de llantos y frustraciones… Los     chicos crecieron, volaron… Los ranchos quedaron solos… Algunos aún           en pie aguantando vientos, lluvias y escarchas, de otros, sólo quedan la         loma y alambres sueltos alrededor de árboles añejos.
El rancho, con esa peculiar manera argentina de percibir la realidad, fue         mirado muchas veces con desprecio o vergüenza. Nada más lejos de éso:         fue pilar de nuestra Patria, fue el hogar de quienes defendieron y           trabajaron contribuyendo al progreso y desarrollo. Wenceslao Varela           afirma: “Yo soy un convencido que mi rancho es gúeno y manso de la         puerta adentro, ajuera es otra cosa –como digo-: pero nunca ha podido basuriarlo el viento”. Orgullo pampeano, hogar de nuestros abuelos,             ícono de nuestra nacionalidad argentina.
Foto: Familia de José Manuel Pérez y Rudesinda Herrero en la Colonia       “Fortín Esperanza” de General Alvear, con cinco de sus nueve hijos.           Isabel era la mayor y le siguieron José Luis, Francisca “la Negra”, Manolo, Magdalena, Concepción, Adolfo, Dora y Esther. Año 1940           aproximadamente. Mis respetos y agradecimiento a Francisca y           Magdalena Pérez por la foto y sus comentarios, así como a todos los nombrados en la nota.

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