Cuando todo marchaba sobre rieles – Por Lis Solé.
La tristeza es mala consejera… El pecho se retrae, el corazón se aplasta, la garganta se cierra y por los ojos brillantes pasan esos momentos que llenaron el alma de vida, de proyectos, de ilusiones, de quereres y pasiones.
Y el pensamiento se obstina y vuelve a esos lugares y momentos donde fue feliz… No importa cuán lejos estén o cuanto tiempo ha pasado. Cuando uno se para en la estación y mira las vías infinitas, las distancias y tiempos son otros; ellas parecen poder llevarnos a cualquier parte y esos momentos ya no parecen tan lejanos.
Así, el corazón empieza a latir más fuerte que el traqueteo del tren… Ninguna palabra puede reemplazar esa sensación; por eso, escuchar al Gallego González y tantos ferroviarios que amaron a los trenes, es casi no poder ocultar las lágrimas.
El tren de todos, el tren de los sentimientos, manejados vaya a saber por cuáles intenciones de unos y otros gobiernos argentinos. “Yo extrañé muchísimo a los trenes”, dice don Pedro Giavino… Y quién no si dicen que dejaban el aroma de manzanas los más de 10 trenes de fruta diarios que pasaban por la estación de General Alvear. Carlos Niño, empleado del ferrocarril, contaba que hasta diecisiete trenes diarios llegaron a pasar en verano… De ida y vuelta, llenos o vacíos… Llevaban de todo: la leche en los tarros lecheros, los medicamentos que proveían las farmacias, encomiendas, cargas de piedra, cemento. “En la mejor época del ferrocarril, pasaban todos los días dos o tres trenes de sal”, trenes con animales, trenes de pasajeros.
He escuchado muchas veces del tren Zapalero que iba de estación Constitución hasta Zapala, pasando por Bahía Blanca; poco más de 1300 km en 26 horas de viaje cruzando todo el país. El Zapalero pasaba todos los días cerca de las 11 de la noche llevando coche comedor y coche dormitorio. Era el tren de los mochileros que con bolsos a cuestas pasaban para el sur con pocos pesos, pero con muchas ganas de recorrer el país forjando su corazón en vías de hierro.
Porque es cierto que los trenes son los medios de transporte más seguros, económicos y ecológicos del mundo pero lo más importante es su función social. “Los caminos de hierro” unieron ciudades, pueblos y todas las comunidades intermedias que quedaron muertas y aisladas con el cierre de los ramales. Pueblos chicos, de cientos o miles de ilusiones, ahora han desaparecido o viven con los ojos en la distancia. Micheo, La Barrancosa, Yerbas, Emma, Espigas son las estaciones más cerquitas de las que apenas queda lo poco que han dejado gobiernos y saqueadores.
Los trenes llevaban progreso, cultura, maestras… Todos viajaban en tren: de General Alvear a Olavarría en una hora cuarenta a pesar de que paraba en todas las estaciones intermedias; con baños amplios y piletas grandes, pasillos para andar y asientos rebatibles donde viajaba toda la familia y hasta se podía cenar con tanto espacio. ¡Qué bonito era dejar el pueblo escuchando la bocina del tren! ¡Una delicia adentrarse en el campo, al tiempo que todo el coche se llenaba de panaderos de cardos que iba levantando el viento! Risas de grandes y delicias de chicos que corrían y saltaban tras ellos: volábamos con mi hermano por los pasillos atrapándolos entre las risas del comisionista “Cucaracha” Raúl Velar y los guardas.
A la noche, llegábamos cansados a la Estación pero justo a horario, esperando el montoncito de boletos de cartón de colores, mi tesoro, que iba guardando el Guarda durante todo el trayecto desde Buenos Aires.
La puntualidad de los trenes… Papá cuenta que la abuela María Iocco de Solé tenía la costumbre de arreglar el reloj de la casa según la llegada del tren, era exacto con la hora. Ella miraba el horizonte hacia la cancha de Colorado; ahí había una planta en una casa alta y el tren pasaba justo al mismo horario todos los días por atrás de esa planta, y así ella controlaba su reloj de pared con el paso del tren. Otras épocas, otros tiempos donde la puntualidad y el trabajo eran otros. En los años 60, el “tren 7” o el Tren de las 12 como le decían en Alvear, salía de Saladillo a las 12 horas y llegaba a la Estación General Alvear a las 13,06. Estaba detenido siete minutos en La Barrancosa y cuatro en Micheo donde cruzaba al tren 8, llegando en 55 minutos justos a Alvear. De acá, iba hasta Olavarría o desviaba hacia la derecha, vía Recalde (por Espigas) hasta General Lamadrid. Cuando iba por Tapalqué y Olavarría, podía seguir hasta Coronel Pringles, Chillar o Tandil, pueblos y ciudades hasta donde era fácil y seguro llegar.
Antes de tomar las distintas vías, seguir o desviar, el tren debía pasar por el Empalme General Alvear que estaba en el kilómetro 242, el lugar que dio el nombre al Paraje La Garita. Para poder pasar, había un paso imprescindible: tener la vía libre, la señal baja correspondiente y la entrega del palo staff que aseguraba el paso seguro. Y ahí estaba don Ángel Quiroga listo, porque el tren no paraba, para entregar el palo al maquinista, justo enfrente del canasto donde el foguista dejaba el palo de la vía anterior.
Los trenes de pasajeros eran los que tenía prioridad de paso, después los de animales y cargas perecederas. Por eso es que los trenes vacíos tardaban en llegar a destino porque esperaban el paso de los trenes cargados en las vías muertas. Desde acá, salía un trencito con jaulas los lunes para traer vacas y ovejas y con 50 vagones iba dejando animales en Emma, San Bernardo, Espigas, Blanca Grande, Iturregui, Kirko y Lamadrid. De ahí, con el Gallego González de maquinista, seguía hasta Pringles; al otro día a la mañana, venía de vuelta tomando los vagones vacíos y si tenían mucha carga, salían con dos trenes, uno adelante y otro atrás.
Es increíble que todo eso haya pasado. El tren fue reemplazado por el camión, no se cuidaron las rutas, los accidentes se multiplicaron, los ferrocarriles casi desaparecieron. El progreso y la magia que solo los trenes pueden tener quedaron en las estaciones vacías dejando familias e ilusiones, pueblos enteros en vías muertas. ¡Quién no ha ido hasta la estación a mirar las vías e intentar ver a lo lejos el tren o escuchar sus bocinazos!. Ojalá que los gobiernos dejen de pensar en trenes balas de otros mundos y rehabiliten vías y ramales que se adentren en nuestra argentina agraria, de ganado y gente de la tierra. Dicen que las cosas pueden cambiar y que la tristeza no debe ser más larga que la parada de un tren en la estación: ojalá así sea…
Foto: Ángel Quiroga en 1964, entregando el palo staff en el Empalme General Alvear. Muchas gracias José Verón, Gallego González, Carlos Quiroga y Alberto Alaniz por la foto y por compartir sus experiencias en Ferrocarriles.
Y el pensamiento se obstina y vuelve a esos lugares y momentos donde fue feliz… No importa cuán lejos estén o cuanto tiempo ha pasado. Cuando uno se para en la estación y mira las vías infinitas, las distancias y tiempos son otros; ellas parecen poder llevarnos a cualquier parte y esos momentos ya no parecen tan lejanos.
Así, el corazón empieza a latir más fuerte que el traqueteo del tren… Ninguna palabra puede reemplazar esa sensación; por eso, escuchar al Gallego González y tantos ferroviarios que amaron a los trenes, es casi no poder ocultar las lágrimas.
El tren de todos, el tren de los sentimientos, manejados vaya a saber por cuáles intenciones de unos y otros gobiernos argentinos. “Yo extrañé muchísimo a los trenes”, dice don Pedro Giavino… Y quién no si dicen que dejaban el aroma de manzanas los más de 10 trenes de fruta diarios que pasaban por la estación de General Alvear. Carlos Niño, empleado del ferrocarril, contaba que hasta diecisiete trenes diarios llegaron a pasar en verano… De ida y vuelta, llenos o vacíos… Llevaban de todo: la leche en los tarros lecheros, los medicamentos que proveían las farmacias, encomiendas, cargas de piedra, cemento. “En la mejor época del ferrocarril, pasaban todos los días dos o tres trenes de sal”, trenes con animales, trenes de pasajeros.
He escuchado muchas veces del tren Zapalero que iba de estación Constitución hasta Zapala, pasando por Bahía Blanca; poco más de 1300 km en 26 horas de viaje cruzando todo el país. El Zapalero pasaba todos los días cerca de las 11 de la noche llevando coche comedor y coche dormitorio. Era el tren de los mochileros que con bolsos a cuestas pasaban para el sur con pocos pesos, pero con muchas ganas de recorrer el país forjando su corazón en vías de hierro.
Porque es cierto que los trenes son los medios de transporte más seguros, económicos y ecológicos del mundo pero lo más importante es su función social. “Los caminos de hierro” unieron ciudades, pueblos y todas las comunidades intermedias que quedaron muertas y aisladas con el cierre de los ramales. Pueblos chicos, de cientos o miles de ilusiones, ahora han desaparecido o viven con los ojos en la distancia. Micheo, La Barrancosa, Yerbas, Emma, Espigas son las estaciones más cerquitas de las que apenas queda lo poco que han dejado gobiernos y saqueadores.
Los trenes llevaban progreso, cultura, maestras… Todos viajaban en tren: de General Alvear a Olavarría en una hora cuarenta a pesar de que paraba en todas las estaciones intermedias; con baños amplios y piletas grandes, pasillos para andar y asientos rebatibles donde viajaba toda la familia y hasta se podía cenar con tanto espacio. ¡Qué bonito era dejar el pueblo escuchando la bocina del tren! ¡Una delicia adentrarse en el campo, al tiempo que todo el coche se llenaba de panaderos de cardos que iba levantando el viento! Risas de grandes y delicias de chicos que corrían y saltaban tras ellos: volábamos con mi hermano por los pasillos atrapándolos entre las risas del comisionista “Cucaracha” Raúl Velar y los guardas.
A la noche, llegábamos cansados a la Estación pero justo a horario, esperando el montoncito de boletos de cartón de colores, mi tesoro, que iba guardando el Guarda durante todo el trayecto desde Buenos Aires.
La puntualidad de los trenes… Papá cuenta que la abuela María Iocco de Solé tenía la costumbre de arreglar el reloj de la casa según la llegada del tren, era exacto con la hora. Ella miraba el horizonte hacia la cancha de Colorado; ahí había una planta en una casa alta y el tren pasaba justo al mismo horario todos los días por atrás de esa planta, y así ella controlaba su reloj de pared con el paso del tren. Otras épocas, otros tiempos donde la puntualidad y el trabajo eran otros. En los años 60, el “tren 7” o el Tren de las 12 como le decían en Alvear, salía de Saladillo a las 12 horas y llegaba a la Estación General Alvear a las 13,06. Estaba detenido siete minutos en La Barrancosa y cuatro en Micheo donde cruzaba al tren 8, llegando en 55 minutos justos a Alvear. De acá, iba hasta Olavarría o desviaba hacia la derecha, vía Recalde (por Espigas) hasta General Lamadrid. Cuando iba por Tapalqué y Olavarría, podía seguir hasta Coronel Pringles, Chillar o Tandil, pueblos y ciudades hasta donde era fácil y seguro llegar.
Antes de tomar las distintas vías, seguir o desviar, el tren debía pasar por el Empalme General Alvear que estaba en el kilómetro 242, el lugar que dio el nombre al Paraje La Garita. Para poder pasar, había un paso imprescindible: tener la vía libre, la señal baja correspondiente y la entrega del palo staff que aseguraba el paso seguro. Y ahí estaba don Ángel Quiroga listo, porque el tren no paraba, para entregar el palo al maquinista, justo enfrente del canasto donde el foguista dejaba el palo de la vía anterior.
Los trenes de pasajeros eran los que tenía prioridad de paso, después los de animales y cargas perecederas. Por eso es que los trenes vacíos tardaban en llegar a destino porque esperaban el paso de los trenes cargados en las vías muertas. Desde acá, salía un trencito con jaulas los lunes para traer vacas y ovejas y con 50 vagones iba dejando animales en Emma, San Bernardo, Espigas, Blanca Grande, Iturregui, Kirko y Lamadrid. De ahí, con el Gallego González de maquinista, seguía hasta Pringles; al otro día a la mañana, venía de vuelta tomando los vagones vacíos y si tenían mucha carga, salían con dos trenes, uno adelante y otro atrás.
Es increíble que todo eso haya pasado. El tren fue reemplazado por el camión, no se cuidaron las rutas, los accidentes se multiplicaron, los ferrocarriles casi desaparecieron. El progreso y la magia que solo los trenes pueden tener quedaron en las estaciones vacías dejando familias e ilusiones, pueblos enteros en vías muertas. ¡Quién no ha ido hasta la estación a mirar las vías e intentar ver a lo lejos el tren o escuchar sus bocinazos!. Ojalá que los gobiernos dejen de pensar en trenes balas de otros mundos y rehabiliten vías y ramales que se adentren en nuestra argentina agraria, de ganado y gente de la tierra. Dicen que las cosas pueden cambiar y que la tristeza no debe ser más larga que la parada de un tren en la estación: ojalá así sea…
Foto: Ángel Quiroga en 1964, entregando el palo staff en el Empalme General Alvear. Muchas gracias José Verón, Gallego González, Carlos Quiroga y Alberto Alaniz por la foto y por compartir sus experiencias en Ferrocarriles.
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