10/8/17

La alegría de vivir

Por Lis Solé.
Hay grandes momentos… unos buenos y otros malos. Situaciones de       trabajo, de salud, de convivencia que pueden bajonearnos un poco. Pero           no debemos permitir que sea demasiado. El desánimo, la amargura, la       tristeza, la desesperanza deben ser reemplazados por la alegría de vivir.
A veces, bombardeados por la situación política y económica, la           corrupción, las mentiras nos dejamos llevar por la amargura y caemos                en la de todos: quejarnos.
Seguramente esta chica tendría mucho de qué quejarse. Ella vivía en               casa de barro, sin cerámicas en el piso, sin calefacción, sin auto, sin       televisión, sin internet. Su vida era ordenar la casa, cuidar las gallinas,       recorrer el campo; andar y andar como dice mi amiga Cristina Silva             “detrás de cuanto animalito que pase así no te quedás quieto para que               te lleve la tristeza”. ¡Cuánta sabiduría la de la gente del campo!
No sé cómo se llamará María pero es alvearense y está lavando la ropa               en una batea de madera debajo de un techito de chapas con armazón de       palos. Lava la ropa con jabón blanco, a mano, mientras ríe con la             simpleza misma de su juventud.
Tarea dura la de la mujer en el campo. Se hacía de todo: andar a caballo, ayudar con los animales, cuidar los molinos, alimentar las aves, barrer los gallineros, cuidar los nidos, dar de comer a los chanchos, arreglar las tranqueras, contar los animales, ayudar a parir una vaca o cosechar a mano si era necesario.
Con familias numerosas, más vale que hubiera muchas mujeres porque las tareas domésticas eran exclusivas de ellas: criar los hijos, limpiar, cocinar, ordenar la casa, cortar el pasto, hacer la quinta, lavar la ropa. Lavar la ropa era difícil porque había que bombear el agua ya que pocos tenían el molino cerca. Las camisetas de algodón de los hombres venían con las mangas negras después de andar con la maleta juntando maíz a mano, así que había que fregarlas a puro puño y tabla cuidando de no romperlas porque tampoco había plata para comprarlas nuevas.
La batea era de madera, con un agujero para que se fuera el agua, que se tapaba con un palo envuelto en trapo. Abajo, un balde de veinte litros donde se recogía el agua sucia, al costado dos o tres fuentones de chapa para clasificar la ropa. Y así, una y otra vez, agachándose, cambiando el agua, levantando la ropa húmeda tan pesada, escurrirla y después tenderla en la soga para orearla un poco en invierno antes de llevarla ante la cocina de leña.
Tiempos de pocas cosas, muy pocas, esenciales. Tiempo de tierra y viento buscando el reparo en el monte para que no se agrietaran las manos. Tiempo de grasa para que no se cuartearan con el viento y el agua fría.
Vida a la intemperie, casi sin quejas, de trabajo…
Miro una y otra vez a María y su sonrisa. Es tan simple y verdaderamente bella. Un gran fotógrafo don José Cullaciatti que supo captar la paz y la alegría interior de una muchacha de campo. Mostrar en una imagen de cámara vieja, la paz que tenemos todos dentro y que debemos cuidar para poder seguir jugando la vida, el motor que no se apaga ante ninguna queja, la llama que guía nuestro camino a pesar de la mezquindad o la injusticia. Una foto, una sonrisa, lo esencial: la alegría de vivir.

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