18/4/18

"Fui profesor durante 17 años pero no sabía leer"

Recuerdo rezando en la noche: "Por favor, Señor, déjame aprender a leer mañana cuando despierte"




John Corcoran creció en Nuevo México, Estados Unidos, en los años 40 y 50. Tenía cinco hermanos, terminó la secundaria, asistió a la universidad y se convirtió en profesor de secundaria en los 60, un trabajo que mantuvo durante 17 años. Sin embargo, durante todo ese tiempo y más, escondió un secreto extraordinario.
Pasaron décadas antes de que se sintiera capaz de revelarlo pero, cuando lo hizo,      se sintió liberado. Esta es su historia.
Cuando era chico mis padres me decían que yo era un ganador y, durante los primeros seis años de mi vida creí lo que me decían.
Tardé un tiempo antes de poder hablar, pero fui a la escuela con muchas        esperanzas de aprender a leer como mis hermanas. Al comienzo, las cosas iban      bien porque no nos exigían mayor cosa que pararnos bien en fila, sentarnos, mantenernos callados e ir al baño cuando tocaba.
Luego llegó el segundo grado cuando se suponía que debíamos aprender a leer.    Para mí era como abrir un diario en chino que, al mirarlo, no podía entender lo          que eran esas líneas. A los seis, siete, ocho años no sabía cómo articular el problema.
Recuerdo rezando en la noche: "Por favor, Señor, déjame aprender a leer          mañana cuando despierte" y algunas veces encendía la luz, tomaba un libro y            lo miraba para ver si el milagro había sucedido. Pero nunca llegó.
En la escuela terminé sentado en la "fila de los tontos" con un grupo de niños          que tenían problemas de lectura. No supe cómo llegué a parar allí. No sabía            cómo salir de eso y definitivamente no sabía qué preguntas hacer.
Mi maestra no la llamaba la "fila de los tontos", no era cuestión de crueldad ni      nada de eso, pero los niños la llamaban la fila de los tontos y, cuando estás en            la fila de los tontos empiezas a sentirte tonto. En las conferencias de maestros            le dijeron a mis padres: "Es un niño inteligente, ya aprenderá", y me pasaron al    tercer grado. Pero no estaba aprendiendo.
Para cuando alcancé quinto grado, básicamente me di por vencido en cuanto a            la lectura. Me despertaba cada mañana, me vestía, iba a la escuela como si fuera          a la guerra"
Para cuando alcancé quinto grado, básicamente me di por vencido en cuanto a          la lectura. Me despertaba cada mañana, me vestía, iba a la escuela como si fuera          a la guerra. Detestaba el aula. Era un ambiente hostil y tenía que encontrar          cómo sobrevivir. Ya en el séptimo grado me la pasaba sentado en la oficina del    rector la mayoría del día. Me metía en peleas. Era rebelde. Era un payaso. Era alborotado. Me expulsaron de la escuela.
Pero ese comportamiento no reflejaba lo que sentía dentro de mí, no era lo que quería ser. Yo quería ser otra persona, tenía deseos de tener éxito, quería ser un    buen estudiante pero simplemente no lo podía hacer.
En el octavo grado me cansé de ser una vergüenza para mí y mi familia. Decidí        que me iba a comportar -si sabes cómo comportarte en la escuela puedes          manejar el sistema-. Así que sería el consentido de los maestros y haría todo lo      que fuera necesario para navegar el sistema.
Quería ser un atleta y tenía las habilidades para serlo, también tenía habilidad matemática. Podía contar dinero y dar el cambio antes de ir a la escuela y          aprendí las tablas de multiplicación.
También fui socialmente hábil. Me la pasaba con jóvenes de universidad y salía        con la estudiante más destacada, que tuvo el honor de dar un discurso en la ceremonia de graduación. Me eligieron rey de la ceremonia del juego inaugural          del colegio. Puse a gente, en su mayoría niñas, a que me hicieran las tareas.
Podía escribir mi nombre y había algunas palabras que podía recordar, pero no      podía componer una oración. Estaba en secundaria y mi lectura era la de         alguien      en segundo o tercer grado. Nunca le dije a nadie que no sabía leer.
Cuando tomaba un examen miraba la hoja de otro, o pasaba mi hoja para que      alguien más contestara por mí. Era bastante fácil, trampa de aficionado.              Cuando entré a la universidad con una beca completa de atletismo, fue otra la historia. Pensé: "¡Santo cielo!, esto va más allá de mis capacidades, ¿cómo voy          a sobrevivir esto?"
Pertenecía a un grupo social universitario que tenía copias de antiguos        exámenes. Esa fue una manera de hacer trampa. Intenté tomar clases con un compañero, alguien que me pudiera ayudar. Había profesores que daban el          mismo examen año tras año. Pero también tuve que apelar a formas más          creativas y desesperadas. Había traspasado la línea. Ya no era simplemente              un estudiante tramposo, era un criminal".
En un examen, el profesor escribió cuatro preguntas en la pizarra. Yo estaba      sentado atrás en la clase, cerca de la ventana, detrás de unos estudiantes      mayores.
En mi cuaderno de exámenes escribí meticulosamente las cuatro preguntas                en la pizarra. No sabía lo que decían. Había coordinado con un amigo para que estuviera cerca de la ventana. Él era probablemente el chico más inteligente              de la universidad, pero era tímido y me había pedido que le ayudara a juntarlo          con una niña que se llamaba Mary, a quien él quería invitar a un baile formal de primavera. Le pasé mi cuaderno por la ventana y él contestó las preguntas por          mí.
Yo tenía otro cuaderno de exámenes dentro de mi camisa y lo saqué para          hacerme el que estaba escribiendo en él. Rogué para que mi amigo pudiera        pasarme el cuaderno y que pudiera contestar correctamente las preguntas.        Estaba tan desesperado. Necesitaba aprobar los cursos. Mi matrícula estaba              en riesgo.
Hubo otro examen que no podía imaginarme cómo lo iba a aprobar. Fui hasta              la oficina del profesor a la media noche, cuando no estuviera. Abrí la ventana con    un cuchillo y entré como un ladrón. Había traspasado la línea. Ya no era      simplemente un estudiante tramposo, era un criminal. Entré y busqué mi examen. Tenía que estar en la oficina pero no lo podía encontrar. Había un archivador con llave, tenía que estar allí.
Hice lo mismo durante dos o tres noches seguidas buscando el examen pero no          lo encontraba. Así que una madrugada traje a tres de mis amigos y entramos en          la oficina. Sacamos el archivador de cuatro cajones, lo metimos en un auto y            nos lo llevamos a uno de los apartamentos estudiantiles.
Había llamado a un cerrajero. Me puse un saco y corbata para hacerme pasar            por un joven empresario que tenía que viajar a Los Ángeles al día siguiente y              el cerrajero estaría salvando mi empleo al abrir el archivo.
Lo abrió y, en efecto, para mi gran alivio, había más de 40 copias del examen -          una hoja de elección múltiple- en el primer cajón del archivador. Me llevé una        copia a mi dormitorio, donde uno de mis compañeros "inteligentes" me hizo un      papel de apuntes con las respuestas correctas.
Devolvimos el archivador y, a las cinco de la mañana, me encontré caminando        hacia mi habitación pensando: "Misión imposible, ¡cumplida!", y me sentí muy        bien con lo listo que era. Pero, entonces subí las escaleras, me acosté en mi        cama y empecé a llorar como un bebé. ¿Por qué no pedí ayuda? Porque nunca    pensé que hubiese alguien que me pudiera enseñar a leer. Era mi secreto y yo              lo guardaba celosamente.
Mis profesores y padres me dijeron que las personas con títulos universitarios obtenían mejores empleos, vivían mejor y eso es lo que yo creía. Mi única    motivación era tener ese cartón. Ya fuera por ósmosis, con oraciones o, tal vez,        por un milagro algún día aprendería a leer.
Así que me gradué de la universidad y, cuando lo logré, había escasez de      profesores y me ofrecieron un trabajo. Fue la cosa más ilógica que te pudieras imaginar. Acababa de salir de la jaula de los leones para entrar de nuevo a        burlarme de ellos.
 ¿Por qué entré al profesorado? En retrospectiva, fue una locura hacerlo. Pero      había pasado por la secundaria y la universidad sin que me descubrieran. El              ser un profesor era una buena manera de esconderme. Nadie sospecharía que          un profesor no sabe leer.
Enseñé diferentes cursos. Fue entrenador de deportes. Enseñé estudios sociales. Enseñé mecanografía. Podía escribir a máquina 65 palabras por minuto pero no      sabía lo que estaba escribiendo. Nunca escribí en la pizarra y no había una sola palabra impresa en el salón. Veíamos un montón de películas y teníamos muchas discusiones.
Recuerdo lo temeroso que estaba. Ni siquiera podía pasar lista. Tenía que preguntarle a los estudiantes cómo pronunciaban sus apellidos para poder escucharlos. Y siempre escogía por adelantado dos o tres estudiantes, los que    mejor leían y escribían, para ayudarme. Eran mis asistentes académicos. Nunca sospecharon nada, nunca sospechas de un profesor.
Uno de mis mayores temores era la reunión de profesores. Las teníamos una vez         a la semana y si había una sesión de ideas, el rector le pedía a alguien que las escribiera en la pizarra. Yo vivía en constante temor de que me llamara a hacerlo. Cada semana estaba aterrorizado, pero tenía un plan alternativo.
Si me llegase a llamar, me pararía de mi asiento, tomaría dos paso y me agarraría       el pecho cayéndome al piso con la esperanza de que llamasen a los servicios de emergencia. Cualquier cosa para no ser descubierto, y nunca lo fui. De vez en cuando me sentía como un buen profesor, porque trabajaba duro y realmente me preocupaba por lo que estaba haciendo, pero en realidad estaba equivocado.
No lo era. No merecía estar en el salón. Estaba invadiendo el lugar. No debía estar    allí y algunas veces lo que hacía me daba náuseas, pero estaba atrapado. No        podía contárselo a nadie. Los adultos que no pueden leer están suspendidos en        su niñez; emocional, psicológica, académica y espiritualmente no hemos crecido aún".
Me casé mientras era profesor. El matrimonio es un sacramento, es un        compromiso para ser sincero con la otra persona y fue la primera vez que          pensé: "Bueno, voy a confiar en esta persona. Se lo voy a contar". Ensayé          frente    a un espejo: "Cathy, no sé leer. Cathy, no sé leer". Entonces, una            noche, cuando estábamos sentados en el sofá, le dije. "Cathy, no sé leer".              Pero ella no entendió lo que le estaba diciendo. Pensó que le estaba diciendo          que yo no leía mucho.
El amor es ciego y sordo, como se sabe. Así que nos casamos y tuvimos una          hija que, años más tarde, fue la que puso la situación al descubierto. Cuando        tenía tres años, estaba haciendo como si le estuviera leyendo. Rutinariamente            le leíamos, pero yo no lo hacía en realidad. Me inventaba las historias, historias        que conocía como "Ricitos de oro" y "Los tres osos", y les añadía dramatismo.
Pero, esta vez era un cuento nuevo. Rumpelstiltskin, y mi hija me dijo: "No lo        estás leyendo como mamá". Mi esposa me escuchó tratando de leer el libro        infantil y fue la primera vez que se dio cuenta. Le había estado pidiendo que escribiera una cantidad de cosas por mí, que me ayudara escribiendo cosas          para  la universidad y, de pronto, se percató de lo profundo y severo que era              el problema. Pero no me dijo nada, no hubo un enfrentamiento, simplemente        continuó ayudándome para seguir adelante.
No sirvió de alivio porque en mis adentros me sentía tonto y como un farsante.          Yo era deshonesto. Estaba enseñándoles a mis estudiantes a buscar la verdad y        yo era el más mentiroso en el salón. El alivio solo llegó cuando finalmente          aprendí a leer. Enseñé secundaria desde 1961 hasta 1978. Ocho años después            de renunciar a mi trabajo, finalmente algo ocurrió.
Estaba a punto de cumplir 48 años, cuando vi a Barbara Bush -la esposa del entonces vicepresidente de Estados Unidos- hablar en televisión sobre      alfabetización para adultos. Nunca había escuchado de eso antes. Yo pensaba          que era la única persona en el mundo con esta situación.
Me encontraba en un momento desesperado en mi vida. Quería contarle a          alguien, quería que me ayudaran y, un día, el supermercado, estaba en la fila        cuando escuché a dos mujeres hablar de su hermano adulto que iba a la        biblioteca. Estaba aprendiendo a leer y ellas estaban llenas de alegría y no lo      podían creer.
Así que, un viernes en la tarde, me fui de traje a la biblioteca y pedí hablar                con la directora del programa de alfabetización y le dije que no sabía leer.                  Ella fue la segunda persona en toda mi vida adulta a quien se lo confesé.
Tuve una tutora voluntaria de 65 años. No era una maestra, era simplemente              una persona que amaba la lectura y creía que nadie podía pasar por la vida                sin poder leer. Una de las cosas que me hizo hacer en las primeras etapas                  fue intentar escribir, porque yo tenía todos estos pensamientos en mi mente                  y nunca había escrito una sola frase.
Lo primero que escribí fue un poema sobre sobre mis sentimientos. Una característica de la poesía es que no tienes que saber lo que es una frase        completa y no tienes que escribir frases completas. Ella me llevó como hasta              un nivel de lectura de sexto grado. Me sentí en el cielo. Pero me tomó como          unos siete años sentirme como una persona letrada.
Lloré, lloré y lloré cuando empecé a aprender a leer -sentí mucho dolor y      frustración- pero llenó un gran vacío en mi alma. Fui exhortado a contar mi        historia por mi tutora para motivar a otros y promover la alfabetización, pero              le dije: "de ninguna manera. He vivido en esta comunidad durante 17 años, mis      hijos están aquí, mi esposa también -ella es una profesional- mis padres están        aquí, no voy a contar esta historia". No obstante, finalmente decidí que lo haría.        Fue un secreto incómodo y vergonzoso, así que la decisión fue emocional.
No fue fácil, pero una vez me propuse a contar la historia, lo hice por todo          Estados Unidos. Le hablaba a quien quisiera escucharme. Me guardé este          secreto durante décadas para luego decirlo en voz alta al mundo. Estuve en              los programas de televisión de Larry King, de la cadena ABC. Estuve en                Oprah (Winifrey).
Fue incómodo para la gente escuchar a un profesor que no sabía leer. Algunos dijeron que era imposible y que me estaba inventando la historia. Pero quiero          que sepan que yo sé que hay esperanza, que hay una solución. Que no somos "tontos", que podemos aprender a leer, nunca es demasiado tarde.
Desafortunadamente, todavía seguimos adelantando a niños y adolescentes de grado en grado sin enseñarles las bases necesarias de lectura y escritura. Pero          es un ciclo de fracaso que podemos romper si, en lugar de culpar a los maestros, podemos asegurarnos de que estén bien capacitados. Viví 48 años en la oscuridad. Finalmente pude deshacerme de esta soga en mi cuello, finalmente pude enterrar        el espectro de mi pasado.
Fuente BBC Mundo

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