Almacén de Ramos Generales de Depietri Hnos.
General Alvear.Por Lis Solé
Cuando se creó el pueblo en 1855, el poblado fue creciendo de a poquito y a los ponchazos, casi siempre como todos los pueblos, a la buena de Dios y con la fortaleza de los vecinos. Las casas eran pocas alrededor de la plaza con una pequeña capilla, el Juzgado de Paz, el siempre presente almacén de Ramos Generales y algunas fondas.
Todo cambió en 1897 con la llegada del Ferrocarril: el pueblo tuvo que dar vuelta, mirar hacia el oeste y andar por esa calle Mitre casi vacía que iba hacia la estación.
Don PEDRO ORELLA ya había construido la casa que fue del Dr. Bernardino Althabe donde vivía con su esposa María Salomé Villaverde. Viendo las nuevas perspectivas que ofrecía el ferrocarril, construye enfrente de la estación un LOCAL de 11X48 metros destinado a negocio que termina de construir en 1914 y al lado, una CASA muy alta, con muchas habitaciones y galerías tal como lo demandaba su numerosa familia.
La construcción era simple y fuerte y se mantiene incorruptible a pesar de tener más de 100 años: las paredes son de ladrillo cocido de 40 centímetros de espesor con paredes que llegan a los 5 metros de altura. Tienen un cielorraso de ladrillos tejuela montados planos sobre una estructura de vigas de pinotea y por encima, la chapa de cinc.
Como toda casa de la época, por sobre la altura del techo, la pared se prolonga en una carga que termina en unas columnas muy delicadas que rematan las cornisas y que le dan un aire señorial inimitable y el marco tan característico de la calle Mitre.
Don PEDRO ORELLA se muda con su Sra. MARÍA SALOMÉ VILLAVERDE a la Casa alternando sus estancias en el pueblo, en el campo La Salomé del Paraje El Chumbeao, o en la Capital Federal. En la CASA nacen gran parte de sus once hijos y es el lugar de encuentro de la gran Familia Orella y muchos de los nietos de don Pedro que también nacieron allí tal cual recuerda don Hernán Molinari, lugar donde crecieron y se reunieron durante muchos años.
Don Pedro Orella, fallece en 1933 y una de sus hijas, Silvana Araceli Purificación Orella de Fernández Campón, hereda la casa de familia actualmente propiedad de Rodrigo De Lóizaga y otro de sus hijos, PAULINO ALBANO conocido como PERICO, hereda el ALMACÉN.
Perico Orella como lo llaman familiarmente, se ocupa del Almacén, no se sabe bien si como propietario o como locador del mismo. Cuentan historias de vecinos que se reunían en el gran almacén a jugar las cartas a pesar de las frías tardes hasta que un día Perico se enferma de pulmonía y fallece. Ya desde hacía mucho tiempo, trabajaba en el almacén don EMILIO SEGUNDO DEPIETRI quién le compra a don Perico las llaves del Negocio y a Silvana Araceli, la CASA donde se instala con su Sra. Berta Leinenn.
Don Emilio, adquiere definitivamente la CASA en 1945 cuando tenía 38 años, justo cuando nace una de sus hijas, “POCHI” DEPIETRI, y continúa con el almacén como inquilino.
El Almacén era una empresa familiar: en él trabajaba Emilio con su hermano JUAN y sus hijos JUANCITO y HÉCTOR (hijo de Emilio) y toda la familia lista para reemplazar a quien no podía estar en el trabajo. Don PERICO ESNAOLA fue un empleado fijo durante muchos años igual que AMADEO JOSÉ LUISI que trabajó en el Almacén hasta que se jubiló.
El “escribiente” hasta el cierre del local fue JOSÉ DERQUI CULLACIATTI quién se ocupó de la contaduría del almacén, haciendo números y los libros de Caja en el escritorio ubicado en la segunda ventana sobre la calle Mitre y que se comunicaba por la galería con el resto de la Casa. En el escritorio, además de los libros y muebles, estaba una vieja Caja Fuerte, enorme, imposible de transportar por su peso.
En la vereda, en la esquina en ochava de Mitre y 9 de Julio se encontraba el infaltable Surtidor de Combustible. Era alto y delgado con una gran estrella en la punta, símbolo de los combustibles Texaco. Dándole a una manivela de izquierda a derecha se subía el combustible desde la cisterna a unos recipientes de vidrio que estaban en la parte superior, por donde se podía ver el color rosado característico del kerosene a la vez que la cantidad requerida que se trasvasaba a los tanques de los clientes con una manguera con pistola muy parecida a las actuales.
El Almacén era un lujo para los ojos: además de los carteles de chapa pintada de Naranja Crush, de Fernet Branca o Puloil, así como los de combustible o Café que tenía en el frente, en cuanto se entraba se veía un gran mostrador de madera en L con muchas estanterías abarrotadas de mercaderías que cubrían las paredes. A la derecha, la Ferretería; a la izquierda, el almacén que terminaba al fondo con el expendio de bebidas y unas mesitas para despuntar el vicio, jugar a las cartas y tomarse unos vinos.
Tal como los supermercados actuales, en el almacén se vendía de todo: desde alimentos en todas sus formas hasta artículos de ferretería, tienda, ropas, cristalería, librería, zapatería, máquinas de coser, armas y pólvora para hacer cartuchos, botas o aperos. En fin, lo que se necesitara. En el almacén también había pasto y bolsas de semillas, leña, todo lo que hiciera falta para un mes en las chacras. La gente sacaba la mercadería con “libreta” y lo pagaba a fin de mes sin ninguna otra constancia o pagaré.
En la esquina, en la L del gran mostrador, estaba la Caja registradora, grande y brillante y al lado, la caramelera de vidrio con caramelos y dulces, cerca de las galletitas en cajas de lata con un ojo de vidrio redondo para que se vieran las masitas y la infaltable campana de vidrio para los quesos. Los chicos de las Escuela N°161 que estaba en ese momento en la esquina de enfrente hoy CORSA, actualmente Escuela N° 24, se cruzaban al Almacén para comprar las galletitas Manon o caramelos masticables.
Pan, azúcar, yerba, harina, fideos y galletitas se compraban “al peso”. La mercadería estaba en unos cajones de madera con tapa detrás del mostrador y se sacaba con unas cucharas grandes para pesarla en una balanza de dos platillos con pesas chicas, para poder vender gramos o pocos kilos que se daban envueltos en papel de estrasa.
En la primera pieza después del bar, estaban los barriles de vino tinto, rosado o blanco con una canillita para llenar las damajuanas o servir en vasos para los que venían a comer algo o conversar un rato. Clientes seguros eran los catangos y los changarines del ferrocarril que chistaban al mediodía desde las vías al almacenero para que les enviara con “Pochi” vino y sánguches.
En la pieza siguiente sobre la calle 9 de Julio, estaban las bolsas de fideos, azúcar fina o aterronada, harina al por mayor y más allá, una balanza grande donde se pesaban las papas y las verduras colocando las bolsas sobre el pie de metal, al resguardo de una gran galería que comunicaba al almacén con la casa y permitía trabajar aunque lloviera.
Con su buen humor y haciendo chanzas constantemente, don Emilio hacía clientes y amigos, dando fiado con total confianza en épocas en donde la palabra era lo más importante, llevando a la gente hasta los campos en su propio auto aun cuando venían en el tren de la noche.
El Almacén era la base de operaciones: venir del campo o bajarse del tren y pasar directamente por el negocio; comprar la mercadería, enterarse de las últimas noticias del pueblo, cobrar los frutos del país que se habían mandado a vender a Bs As (huevos, gallinas, patos, gansos), retirar la correspondencia que guardaba celosamente el almacenero en la Caja Fuerte para después, volver a sus casas.
Como todo gran almacén, tenía un portón grande atrás por donde se entraba a la cuadra con los carros del reparto o las chatas con mercaderías del campo que luego se enviaban por tren a Bs As. Ahí, los que venían en sulky soltaban los caballos o Perico Esnaola dejaba el caballo del carro de reparto después de hacer los domicilios, recorriendo el pueblo colmado de bolsas y cajas, damajuanas, cajones y botellas.
Cuando fallece don Emilio en 1964 su esposa Berta y su hijo Juan siguieron con el almacén, pero no era lo mismo. Al poco tiempo Héctor se independizó y Juancito hizo otras sociedades. Berta entonces, hace un prolijo Inventario y vende la llave del negocio a Abel Brancatti entregándole almacén completo con mercadería y muebles.
Poco más de un año estuvo Abel y después, cerró.
Ya no se volvió a abrir el Almacén de Depietri. No se escuchó más el ruido de la puerta ni el crujir de los pisos movedizos de pinotea, ni los gritos de los chicos entrando por caramelos cuadrados de dulce de leche.
Apoyado en el mostrador entre las estanterías repletas de cosas de campo, con la sonrisa fácil y el chiste preciso, aún se puede recordar a don Emilio.
Historias de almacenes que fueron presente y futuro de muchas familias.
Historias de familias que merecen ser contadas porque son parte de toda la comunidad.
Nota: Participaron en la construcción de esta nota: Pochi Depietri, Isolina Restagno de Pérez, Juanjo Depietri, Mario Garabaventa, Hernán Molinari, Manuel Orella, Salomé Marcos, Rodolfo Solé, Alfredo Dellatorre, Raúl Lambert, Loli Ureta, José Luis Mammarella, Mirta Luisi, Niní Depietri y Rodrigo de Lóizaga. Muchas gracias.
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