Defenderlas con la vida: la historia de las banderas que regresaron de Malvinas
La mística y el valor de la enseña nacional llevó a que varios argentinos trajeran las banderas de regreso de la guerra, aun sin importarles poner en riesgo su vida.
“Juremos vencer a los enemigos interiores y exteriores, y la América el Sur será el templo de la independencia y de la libertad. En fe de que así lo juráis, decid conmigo: ¡Viva la Patria!”, dijo el general Manuel Belgrano la primera vez que enarboló la bandera, en 1812. Unos 170 años después, los herederos de aquellos patriotas cayeron en Malvinas en cumplimiento de ese juramento: la defenderían hasta perder la vida.
DEF recupera algunas historias que recogen las anécdotas y los secretos detrás de aquellas “operaciones” que permitieron traer las enseñas de nuevo al continente.
Un juramento marcado por el fuego
El teniente coronel retirado Abel Eduardo Aguiar, por entonces subteniente y abanderado del Regimiento de Infantería 25, presenció el izamiento de la bandera argentina una vez que desembarcaron las tropas en las islas y fue testigo del juramento que hicieron los soldados clase 63, que no habían llegado a hacerlo en el continente y que, por decisión de sus jefes, juraron en las islas.
“Me vinieron a buscar para llevarme a la casa del gobernador, que era donde se iba a realizar la ceremonia oficial de izamiento. Cuando se estaba por hacer, se trabó la driza del mástil, y el entonces subteniente Oscar Roberto Reyes se tuvo que trepar para solucionarlo. Tenía 21 años y sabía que estaba viviendo algo único, pero pensamos que iba a ser permanente. Jamás íbamos a imaginar lo que ocurrió después”, cuenta y detalla que mantuvo consigo la bandera de la Unidad hasta después del 1º de mayo. Luego del bombardeo, decidieron trasladarla junto al jefe del Regimiento. “La bandera no podía caer en manos del enemigo, pero tampoco teníamos previsto perder”, responde el oficial, oriundo de Tucumán.
“En la jura, los soldados forman solos y se comprometen a defenderla hasta perder la vida”, relata, mientras recuerda que nunca imaginó en aquel entonces que muchos de esos soldados morirían en cumplimiento de aquel juramento.
El operativo retorno de la del “Bravo 25”
El Regimiento de Infantería 25, ubicado en la localidad chubutense de Sarmiento, tuvo un papel protagónico en la guerra de Malvinas. La unidad supo enfrentarse a los ingleses en Darwin y en San Carlos y, cuando el enemigo pudo haberlo cruzado nuevamente en las cercanías de Puerto Argentino, decidió evitarlo.
Por ese entonces, el teniente primero Julián Nicolás Lamas (hoy coronel retirado) tenía 33 años e integraba las filas de la Unidad. Fue un domingo de marzo del año 82 que lo convocaron a la casa del jefe la Unidad, el teniente coronel Mohamed Seineldín. Allí ya se encontraban algunos generales que habían viajado para la ocasión. En ese contexto, Lamas y otros oficiales juraron preservar el secreto de la operación militar que tenía por objetivo recuperar la soberanía de las Islas y terminar con la usurpación británica.
En Malvinas, describe que los días estuvieron marcados por los recuerdos: “No olvido la rendición del Destacamento de Royal Marines, el arrío de las banderas inglesas de los mástiles y el primer izamiento de nuestra bandera en Puerto Argentino. En mí, conviven la inmensa alegría de ser un humilde protagonista de la recuperación de nuestras islas irredentas y la tristeza por la baja de nuestro primer mártir, el capitán de Fragata Pedro Eugenio Giachino”.
Antes de partir, el jefe les había ordenado a los oficiales llevar sus sables. “Él nos contó que los soldados japoneses, pese a la tecnología armamentista de la Segunda Guerra Mundial, llevaban sus sables samuráis al campo de batalla, y nos explicó, además, que su sentido simbólico posee cierta similitud con la arenga que Napoleón les daba sus hombres en la previa a la batalla. Les decía que ‘todo soldado lleva un bastón de mando en su mochila, porque en el fragor del combate pueden tomar la conducción de su fracción por la baja de su superior’”.
Producida la batalla final, y recibida la orden de deponer las armas, Lamas cuenta que el jefe los reunió para juntar los sables con la bandera nacional de guerra, que Juan Domingo Perón, como presidente, había obsequiado a la Unidad en 1947, cuando el RI 25 era la “Agrupación Motorizada Patagonia”: “En un solemne y sencillo acto, se procedió a separar los ‘soles dorados’ de los ‘paños celeste y blanco’, separando también el escudo nacional y la moharra. Con los paños, se envolvieron los sables con plástico, se los colocó en un cajón de munición y, luego, se los enterró. Finalmente, nuestro jefe nos tomó el juramento de preservar en secreto el lugar de la turba donde se encuentran estas reliquias históricas ‘hasta que nuestros hijos o nietos logren la soberanía de nuestras Malvinas’”.
El veterano tuvo el honor de traer al continente los soles dorados, el escudo nacional y la moharra: “El único riesgo que corrí fue durante el cacheo de las tropas inglesas, porque podrían haber encontrado los objetos que llevaba escondidos entre mis prendas íntimas”.
Los objetos que trajo de regreso se exhiben el museo del Regimiento de Infantería 25. “Para los que abrazamos la carrera de las armas, nuestra bandera constituye ‘el manto digno de veneración’ que cobija a nuestra Nación y por la cual miles de hombres y mujeres tiñeron con su sangre sus hilos celestes y blancos por la libertad y la soberanía de nuestro suelo a lo largo de la historia. Tal es el caso de nuestros héroes, quienes quedaron en la turba malvinense como centinelas de nuestras islas”.
“Subteniente, entrégueme la bandera”
En la misma guarnición militar, en Sarmiento, estaba la Compañía de Ingenieros 9. El hoy coronel mayor retirado Leandro Villegas participó de la Operación Rosario con el grado de subteniente y 21 años recién cumplidos.
Tras la recuperación, en principio, permaneció en Puerto Argentino. Luego, se instaló con los suyos en Bahía Fox. “Los abanderados son los oficiales más jóvenes de una unidad. Yo era el subteniente más moderno, así que, durante la guerra, la insignia siempre la tuve yo”, explica el hombre que también presenció la jura de los soldados de la unidad en Malvinas.
Días antes de la rendición, el jefe de la Compañía, el mayor Oscar Minorini Lima, les repartió a sus oficiales una serie de tareas. “A mí, me tocó destruir la bandera. Con uno de mis suboficiales, quemamos el moño, el asta, enterramos los hierritos y, al momento de quemarla, se me ocurrió proponerle al mayor que podía llevarla. Me dijo que hiciera lo que tuviera que hacer. Así que, cuando empezó el proceso de rendición, arriba de la ropa interior, me la coloqué como chiripá”, comenta.
Villegas hace memoria y dice que, a pesar de que los palparon tres veces, los ingleses no notaron nada, pero que cuando fueron embarcados en el Northland sus nervios salieron a flote por lo exhaustivo de los controles. “Miré a mi jefe de Compañía y se dio cuenta de que yo estaba inquieto, así que se paró frente a mí y me ordenó: ‘Subteniente, entrégueme la bandera’. La tomó, se la entregó a un mayor inglés y le dijo ‘se la entrego como su responsabilidad’. El británico le respondió como un caballero y expresó que esa bandera tendría un lugar destacado y que nos la volverían a entregar”.
Una vez de regreso, el coronel mayor continuó usándola en los desfiles: “Siento el gran orgullo de haber podido participar y ser parte de la reconquista. Valoro la decisión de los ciudadanos que se pusieron a disposición de la Patria. Los soldados, principalmente, se plantaron ahí y les hicieron frente a los bombardeos. La sociedad argentina debe ser merecedora del sacrificio póstumo de nuestros héroes”.
“¡Cómo no salvar el pabellón!”
Con 80 años, el sacerdote José Vicente Martínez Torrens es el único de los capellanes de Malvinas que continúa con vida y uno de los protagonistas del regreso de la bandera del Regimiento de Infantería 4.
Cuando se desató la guerra, el jefe del servicio religioso del Ejército del ámbito de la IX Brigada de Comodoro Rivadavia manifestó la necesidad de la Fuerza de llevar sacerdotes para acompañar a las tropas desplegadas. “Inmediatamente, me ofrecí como candidato”, confiesa Martínez, quien por entonces tenía 42 años.
Martínez Torrens detalla que, a partir del 1º de mayo, el hostigamiento del enemigo era constante. “En cierta oportunidad, crucé con el jeep a los hombres del Grupo de Artillería 4 que cambiaban su puesto. Al notar que en el interior del vehículo llevaba una imagen de la Virgen de Luján, me pidieron unos minutos para orar. Al despedirse, me pidieron que los visitara al día siguiente en su nueva ubicación. Los complací, pero a raíz de un aguacero, les dije que suspendía la misa y la celebraríamos al día siguiente. Se resistieron, la querían ya”, narra, mientras relata que esos efectivos habían sido cañoneados por las naves británicas y no habían tenido tiempo de cavar ni un solo pozo. “Me quedó claro que no tenían miedo a la muerte, sino a no estar lo suficientemente preparados para presentarse ante Dios. Entonces, me dije ‘manos a la obra’ e inicié la misa con los ornamentos protegidos con la capa poncho impermeable”, agrega.
Tras la rendición, los efectivos del 4 pensaron que un soldado podría esconder la bandera en un yeso simulado. Sin embargo, no había tiempo. Era de noche y Martínez Torrens apenas pudo reconocer a quienes, instantes previos al embarque, se le acercaron y le entregaron un bolso con la enseña para que ocultara entre sus pertenencias. Mucho tiempo después supo que se trató del capitán Jorge Farinella y del sargento Mario Ponce.
Una vez en el continente, recuerda haber tenido miedo de que los británicos, al sentirse burlados, tomaran represalias con los prisioneros, razón que lo llevó a preservar la bandera hasta que llegó el último de los prisioneros. Allí, se comunicó con la Brigada para dar a conocer que la tenía en su poder y que viajaría a Monte Caseros para llevarla a la unidad a la que pertenecía.
“Monte Caseros es ‘el cofre de mi bandera’”. Ahora ellos son los custodios de ese trozo de historia. Sitio de Montevideo, Tupiza, Los Pozos, Juncal, Uruguayana, Estero Bellaco, Tuyutí, Humaitá, Lomas Valentinas, Chaco y Malvinas son las condecoraciones de esa bandera. ¡Cómo no salvar el pabellón que, desde mi cuarto grado aprendí, ‘jamás ha sido atado al carro triunfal de ningún vencedor de la tierra’! Mi anhelo es poder despedirme de ella antes de que el Gran Jefe me llame a su trinchera”, finaliza el sacerdote, quien recientemente también participó del regreso de la imagen de la Virgen de Luján que, tras la guerra, fue llevada a Gran Bretaña.
“Traerla fue una satisfacción personal”
Cerca del Regimiento 25, a aproximadamente 150 km, se encuentra la ciudad de Comodoro Rivadavia, donde se emplaza el Regimiento de Infantería 8. Allí, estaba destinado el entonces teniente primero Marcelo Gustavo Giglio (hoy capitán retirado), quien, con 29 años, era el oficial logístico de la unidad.
Era uno de los pocos que tenía conocimiento de la Operación Rosario, así que el 2 de abril estaba de turno en el Centro de Operaciones Táctico. Cuando se produjo el desembarco, se dirigió al Casino de Oficiales y anunció a los que estaban allí lo que había ocurrido. “Señores, recuperamos las Malvinas”, alcanzó a decir e, inmediatamente, los presentes estallaron en llanto y comenzaron a abrazarse. “Es un gran recuerdo”, confiesa Giglio.
A partir del 6 de abril, el Regimiento 8 cruzó a Malvinas y ocuparon una posición en Bahía Fox hasta el día de la rendición. “La guerra es terrible, se ve lo mejor y lo peor del ser humano. Uno va a Malvinas por la Patria, pero cuando estás ahí, no te digo que te olvidas de eso, pero la prioridad es tu compañero”, confiesa el veterano, mientras recuerda que, por aquellos días, le pidió a su esposa que se trasladase con sus cuatro hijos a Buenos Aires, porque Comodoro estaba muy cerca de la guerra y, al tener una pista de aterrizaje, era considerada un objetivo.
“La bandera de guerra de un regimiento es con la que desfila con el abanderado. Es el bien más preciado de la unidad, ya sea argentina, inglesa, o francesa. Lleva todas las condecoraciones y no debería ser tocada por ningún enemigo”, afirma y sostiene que traerla fue un orgullo.
¿Cómo lo logró? Tras el cese del fuego, le dieron la orden de regresarla con la condición de que nadie debía saber que él tenía esa responsabilidad. “La bandera es gigantesca. Entonces, me di cuenta de que no podía hacerlo yo solo. Llamé al teniente primero Hernán Vechietti, al teniente primero Rafael Barreiro, al sargento Carlos Montivero y al sargento ayudante Mario Ceballos. Les dije que me hacía cargo de ella, pero que debíamos repartirnos el resto de sus partes”, confiesa.
Giglio descosió su campera y los paños, de manera tal que pudiera colocarlos en el interior del abrigo: “Yo solo sé coser con la puntada ‘chorizo’. ¡Cualquiera se daba cuenta de que la campera había sido abierta! Así que fui a ver al sastre. Él se reía, mientras me decía que se iba a encargar”. Al momento de embarcar, el oficial del 8 ya tenía su campera lista. Los llevaron al buque Northland, donde debían pasar por una exhaustiva requisa, pero Giglio no solo llevaba esa bandera, sino que, entre la ropa sucia, había escondido la que había flameado en el mástil de la posición. El militar inglés dejó pasar la bolsa con las prendas y, cuando estaba por revisar el abrigo, Giglio logró distraerlo con un atado de cigarrillos.
Finalmente, ya en Madryn, pasó por un quiosco: compró un sándwich, hilo y aguja. En el trayecto, se dedicó a armar el pabellón. Cuando llegaron a la unidad –donde los esperaban los familiares–, Giglio exhibió la bandera, que hoy se encuentra en el museo de la unidad.
“Me encontré con mi mujer y el mayor de mis hijos varones, porque no teníamos plata para que viajasen los cinco. Él tenía tres años y, cuando nos abrazamos, ¡no sabes lo que lloró! Había entendido todo”, relata emocionado, quien, desde hace varios años, todos los 2 de abril organiza con su familia unas “pizzas malvineras”. “Son especiales, porque las hacemos el día de Malvinas. Se brinda por los que quedaron, sus familias, y por los que volvimos”, concluye.
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