Miguel Alberto Gobia, “el asesino de la tormenta”
En 1995 tres brutales asesinatos conmocionaron a Saladillo. Tenían un solo elemento en común: habían sido cometidos en noches turbulentas. Un par de zapatillas fue la clave para hallar al criminal.
Una pesada tormenta había descendido sobre Saladillo la madrugada de aquel 15 de febrero de 1995. La noche del Día de los Enamorados había dado paso a la madrugada del “algo más” y muchas parejas se habían acercado a la zona del pueblo conocida como “Villa Cariño” para dar rienda suelta a sus amoríos. Entre ellos estaban Patricia Noemí Gallo, una oficial de la Policía Bonaerense, y José Bassi, chofer de ambulancias. Todo iba bien dentro de la camioneta hasta que sintieron unos golpes en la ventanilla. Bajaron el vidrio y por el hueco entró el caño de una carabina. El estruendo de los cinco disparos que mataron a Bassi debió haber sido ensordecedor en ese espacio tan chico. Luego el asesino se metió en la cabina, obligó a Gallo a conducir unas cuadras y después intento violarla. Pero ella logró liberarse y salir a horcajadas del vehículo. Los balazos que recibió en la espalda la dejaron estaqueada bajo los relámpagos. Alcanzó a esconderse dentro de una alcantarilla, donde murió. Ese fue el bautismo de sangre de Mario Alberto Gobia, conocido en la crónica criminal como “el asesino de la tormenta”.
Al día siguiente encontraron el cuerpo de Gallo, una joven que trabajaba en la comisaría de Saladillo, muy querida en la seccional. Estaba muy cerca de la camioneta de Bassi. Pero del dueño del vehículo no había rastros y de hecho en un primer momento el sospechoso fue el ambulanciero. Hasta que su cadáver apareció escondido entre unos matorrales, a la vera del camino. Le faltaban las zapatillas y un reloj.
Sánguches y gaseosas
El caso de inmediato sacudió a esa tranquila ciudad del centro bonaerense. Los peritos empezaron a hacer rastrillajes en la zona. Al mediodía iban a comer a un barcito que estaba en la esquina de Sanguinetti y avenida ledesma, cerca del Cementerio. El paisano que les vendía sánguches y gaseosas, y que terminó haciéndose medio amigo de los policías, no era otro que Gobia. De hecho, fue testigo de los procedimientos, ya que el cuerpo de Bassi había sido encontrado muy cerca de su casa, en un lugar que continúa señalado con una cruz.
La cuestión es que se creó un gabinete especial de investigación, que se topó con un callejón sin salida durante varios meses. Nadie sabía quién había asesinado a la desafortunada pareja ni por qué. Corría un rumor que todavía, décadas después, se sigue repitiendo: que Gallo estaba investigando un caso de drogas y que la mataron por un ajuste de cuentas. Nada de eso se pudo probar.
Acorralado
Pero el 14 de julio, durante otra tormenta, hubo otro crimen.
La víctima fue una niña de 13 años llamada Gladys Patricia Fioretti. Gobia, de 51 años por aquel entonces, la conocía porque iba a la casa de la familia, camino a la vecina localidad de Álvarez de Toledo, para comprarle verduras, cerdos y gallinas. Esa tarde la nena fue secuestrada, violada, apuñalada y abandonada en horas de la caliginosa noche en la zona próxima al Saladillo Automóvil Club.
Quizás porque Miguel Alberto Gobia era conocido de los Fioretti, la Policía fue hasta su casa para hacerle unas preguntas. Los recibió con un detalle singular: venía chancleteando con un par de zapatillas al menos dos números más chicas. Algo que no hubiera pasado a mayores si no fuera porque el inspector a cargo del caso recordó que el cadáver de José Bassi estaba descalzo.
Enseguida mandaron llevar a Gobia a la comisaría para interrogarlo. En media hora había confesado todo.
Confesión y condena
“La tormenta me excita y me dan ganas de matar”, les dijo a los policías. Contó también que en una oportunidad recorría el campo cuando se cayó del caballo y se golpeó la cabeza, lo que le habría provocado una lesión que le afectó la personalidad. Dijo que le provocaba terribles dolores de cabeza, que trataba de calmar automedicándose y consumiendo alcohol. Esos dolores lo ponían tan mal que lo llevaban a ser un hombre violento, tanto que una noche de insomnio salió a matar caballos con su carabina. De todos modos tras su detención se le practicaron estudios neurológicos y no se encontró ninguna lesión.
El juicio se realizó en abril de 1998. “Su apariencia bondadosa esconde en realidad a un individuo compulsivo, agresivo, actor y con ausencia de interés por el otro”, declararía en el proceso un psiquiatra forense. En cuatro días Gobia fue condenado por la Cámara Penal de La Plata a la pena de reclusión perpetua por los tres crímenes. Cuando salió del tribunal hubo un tumulto en el que familiares y amigos de la niña Fioretti le gritaron repetidas veces “asesino”.
Miguel Alberto Gobia pasó varios años en la Unidad 30 de General Alvear, donde se hizo habitué del pabellón evangélico y mostró una conducta ejemplar.
Sin rastro
Quedó libre la Navidad de 2010, a 15 años de sus asesinatos y 13 de su condena. A partir de ahí se pierde el rastro de Gobia. Su nombre volvió a mencionarse cuando en abril de 2014 asesinaron a la maestra jardinera Marisol Oyhanart en Saladillo. Ese caso aún no fue resuelto. En ese momento se recordaron aquellos crímenes de 1995.
Gobía tenía paradero desconocido. Algunos dijeron que andaba por San Miguel del Monte, otros por La Plata. En algún momento se supo que le habían amputado una pierna.
Este año se cumplió un cuarto de siglo del doble asesinato del Día de los Enamorados. Oscar Di Zeo, conductor del noticiero del canal local TV Centro, recordó los hechos en el programa. “Enseguida recibí varios mensajes en los que me aseguraron que Gobia había fallecido poco tiempo atrás”, afirmó el periodista, quien aportó muchos datos para esta nota.
Y así terminó la historia de Gobia. Nadie sabe ni siquiera dónde están los restos del “asesino de la tormenta”, pero seguramente más de uno en Saladillo pensará en él cada vez que el cielo se encapota y se ven refucilos allá en lontananza.
Por Marcelo Metayer
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