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Una noche, mi hijo
empezó a escuchar ruidos: decía que lo perseguían, tenía miedo, lloraba. Tuvimos
que dejar que se durmiera en nuestra cama para que se tranquilizara. Parecía un
bebé. Pero es un gigante de un metro noventa, que tiene 27 años”. Silencio. “Yo
ya viví esto y no hice nada. Pensé que era grande, que se le iba a pasar...”.
Marta rompe en llanto. “Ahora me cuesta mucho perdonarme”. Su voz se convierte
en un hilo que se clava en el pecho, donde hundió su cabeza temblorosa. Su
marido le toma la mano, suspira y deja que su mirada se pierda en el techo. Su
hijo, Julián, no puede manejar su abuso de la cocaína. Están preocupados,
destruidos, pero cuentan que al día siguiente Julián se despertó, pidió perdón y
se fue a trabajar. Y ellos se fueron a ver un evento deportivo para el que
tenían entradas. A su alrededor, unos quince padres de chicos que usan drogas
esperan turno para contar su drama.
La escena, presenciada
discretamente por Clarín, ocurrió en la sede de “Proyecto
Cambio”, una organización que
se dedica a tratar a jóvenes que tienen problemas de consumo o adicción. “Estos
grupos de orientación para padres son el primer contacto”, explica la
codirectora del lugar, Susana Barilari. “Hay mucha desconfianza, dolor, mucha
culpa. Ese mismo día nos reunimos con cada familia y les hacemos una breve
devolución. Después tienen que venir los chicos. Siempre fue lo más fácil, pero
ahora los padres no se animan a decirles que vengan. Esto es nuevo y muy serio”,
dice. Si se logra, ese encuentro permitirá un diagnóstico, y luego de un mes de
observación comenzará un tratamiento en el que será clave la participación de la
familia y los amigos.
La reunión sigue. Miriam
y Carlos cuentan que su hijo de 20 años consume marihuana, y que cuando le dicen
algo los maltrata y deja de hablarles. Hay peleas fuertes, y palabras que se
lleva el viento. “Recién ahora nos estamos poniendo de acuerdo entre nosotros”,
murmura Miriam. Gladys sospecha que su hijo se droga, habló con él y no
consiguió nada: ni que la escuchara ni que dejara de volver borracho a casa. Su
marido no vino: cree que lo del chico es normal.
“No hay acompañamiento
familiar en el pasaje de la adolescencia a la adultez. Los chicos están más
conectados con el celular o la computadora que con sus papás”, advierte
Barilari. Y enseguida previene: “el diálogo es muy importante. Pero no hay que
hablarles de drogas, porque los chicos saben mucho más que sus padres sobre sus
peligros y efectos. Y así se desvirtúa un diálogo que tiene que ser
jerarquizado. Es mejor decirles que estamos preocupados por ellos porque llegan
tarde o porque no conocemos a sus amigos”.
El doctor Carlos Damín
es titular de la cátedra de Farmacología de la facultad de Medicina de la UBA,
jefe del servicio de Toxicología del Hospital Fernández, y sin dudas uno de los
profesionales que más sabe sobre los riesgos de las drogas. “Excepto con el
paco, yo no hablo de jóvenes adictos, sino de usuarios o abusadores. Según
nuestras estadísticas, un 30 por ciento de los usuarios comete abusos o con el
tiempo se hará adicto a las drogas”, explica.
Como todo buen médico,
Damín es un excelente observador: “los padres van a buscar a sus hijos al
boliche y ven a sus amigos borrachos, pero no quieren darse cuenta de que el
sábado que viene el chofer será otro padre, y el borracho será su hijo.” Otra
pincelada: “los adultos tenemos que tomar menos medicamentos, porque los chicos
también creen que cualquier cosa se puede arreglar o tapar con una pastillita”.
La última: “los padres deben ser cuidadosos. Para sus hijos, perder el grupo de
pertenencia es más grave que cualquier reto de ellos. Y hoy, la ‘regla social’
para los chicos es beber alcohol. Por eso en las familias y desde los gobiernos
habría que promover hábitos saludables: deportes, actividades al aire libre,
cumpleaños, reuniones familiares.”
Para responder a la
demanda insatisfecha de consejos y evaluaciones profesionales, Damín creó junto
a otros especialistas la Fundación FAITH, un espacio de consulta preventiva. “No
hay pastores ni ex adictos, sino médicos con mucha experiencia que estamos para
disipar dudas sin caer en retos o agitar miedos estériles. La mayoría de los
chicos que prueban sustancias no corre peligro, pero es bueno estar atento,
saber qué hacer y qué no”, explica. Tan descuidado está este segmento de
pacientes –el más grande– que las obras sociales y prepagas no lo tienen en
cuenta: ante una consulta por drogas, derivan al afiliado a los centros de
rehabilitación, especializados en abusadores o adictos.
Claudio Santa María,
rector del Instituto Superior de Ciencias de la Salud y organizador de charlas
sobre adicciones en los colegios, se apresura en advertir sobre el peligro de la
creciente tolerancia social con respecto a las drogas: “Se están minimizando los
riesgos. Para prevenir excesos y adicciones es necesario un pacto social entre
los padres, la escuela, la sociedad y los medios. Si alguna de estas cuatro
patas no está, cualquier modelo difícilmente funcione.”
Autor de encuestas
masivas sobre hábitos adolescentes entre estudiantes secundarios y sus familias,
Santa María comenta algunos datos que le resultan elocuentes. “El 34 por ciento
de los padres no sabe dónde están sus hijos cuando no los ven en casa, seis de
cada diez no conoce a los amigos de sus hijos o los conoce muy poco, y un 15 por
ciento de los chicos comparte la mesa familiar menos de tres veces por semana.
En estos agujeros se cuelan los desencuentros, la falta de diálogo, la sensación
de los chicos de que sus cosas no le importan a nadie. Hay que involucrarse en
sus proyectos, acompañarlos desde un rol adulto”, remata.
Hace dos años, la
investigadora Cecilia Arizaga realizó para el Observatorio Argentino de Drogas
de la Sedronar un trabajo cualitativo para evaluar la tolerancia de los padres
ante el consumo de alcohol por parte de los adolescentes, cuyas observaciones
son muy jugosas. “Hicimos muchas entrevistas, y notamos que en las clases medias
altas hay mucho padre cómplice, a quien le parece bien que su hijo pruebe cosas,
y hasta lo acompaña a comprar cerveza. Es una tolerancia militante”, explica
Arizaga. “Otra tipología es la del padre negador –o más bien cómodo– que
relativiza las señales, se va de la casa y deja a los chicos solos para no ver.
Y los hijos responden a ese simulacro compartido: recogen las botellas, se ponen
perfume. En esos hogares todo queda silenciado.”
En las entrevistas a
solas, los chicos reclamaban padres contenedores, que no los mantuvieran
encerrados por miedo ni los dejaran librados al azar. “Ellos perciben que las
jerarquías dentro del hogar se están desdibujando y, aunque saquen provecho de
eso, les parece mal”, advierte Erizaga.
Mamá de una hija
adolescente, la investigadora aporta sus propios tips: “me gusta ir a buscarla a
los boliches y que suba al auto con varias amigas. Así presencio diálogos entre
ellas que son muy reveladores. A los chicos hay que dedicarles tiempo”,
aconseja.
Carlos Souza es
presidente de la Fundación Aylén, una institución que se dedica a la
recuperación de pacientes con adicción a las drogas. “Los padres suelen oscilar
entre dos posiciones muy opuestas. O tienden a normalizar el problema o, si son
padres atentos y presentes, se angustian frente a una señal de peligro de
consumo por parte de sus hijos.”
En base a su larga
experiencia con chicos usuarios y adictos a las drogas, Souza enumera lo que
considera son los errores más frecuentes que cometen los padres que tienen
indicios o sospechas de que sus hijos usan drogas. “Los ‘padres-amigos’, que
buscan la aprobación constante de sus hijos y pierden autoridad para ponerles
límites, caen fácilmente en situaciones de manipulación, culpa o pequeñas
extorsiones, y terminan acompañando –a veces resignados– proyectos que ya
fracasaron o que a simple vista lucen imposibles”, comienza.
“Otro error muy
frecuente es el de la negación de las señales, que suele enmascararse con frases
como ‘las borracheras son normales’ o ‘todos los chicos prueban cosas’. Su
contracara, los que ven en cualquier tipo de consumo una adicción severa, no es
menos peligrosa: una reacción desbordada y tratamientos radicalizados pueden ser
muy inconvenientes. Por último, el error más general es la falta de información
no sobre las drogas, sino sobre las condiciones emocionales y los factores de
riesgo que promueven el paso de una situación de experimentación a otra de
abuso.”
Los factores de riesgo a
los que se refiere el especialista no están relacionados directamente al uso de
drogas, sino a señales de inmadurez, impulsividad, falta de adecuación a las
pautas y sentido de responsabilidad adecuado a las distintas etapas evolutivas
del joven. ¿El mejor antídoto? Acompañarlos con límites: promueven
personalidades capaces de tolerar frustraciones y estimulan el aprendizaje en el
control de los impulsos. Para Souza, un joven puede estar en mucho riesgo sin
haber consumido drogas, si es que no logró desarrollar proyectos positivos. “Lo
mejor es consultar ante las primeras señales, porque ante una situación de
emergencia queda menos margen para elegir la mejor modalidad de tratamiento.
Salvo cuando hay riesgo de vida inminente, creo que los tratamientos deben ser
voluntarios. Y si hay una familia que acompaña, siempre es mejor que sean
ambulatorios.”
Desde hace años, Juan
Antonio Lázara edita la famosa “Guía del Estudiante”, escucha y convive con
adolescentes desorientados. “El problema más grave es el consumo de cerveza”,
dice. “Y ojo con otras adicciones nuevas, como la adicción a Internet, que
produce dispersión, ansiedad, sedentarismo y también invita al consumo de comida
basura, alcohol y eventualmente drogas”. Los riesgos están cerca, a mano. Las
armas para alejarlos, también
APORTE DEL FORO DE PREVENCION NOSOTROS POR
UDS.
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20/5/13
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